Dossier: Literaturas, memorias, testimonios
Shoah y palabras: la memoria como combate
Resumen: El lenguaje no es inocente cuando se trata del exterminio, las palabras condicionan los actos de los hombres. Las palabras trascienden por completo la lingüística y reclaman su propia ética cuando devienen modos de combate, destrucción o redención. Esto no es ajeno a exterminios como los padecidos por los armenios a manos de los turcos y los judíos a manos de los nazis. Estas páginas buscan relacionar ambos sucesos y los modos de su memoria sin por eso caer en comparaciones fuera de lugar ni en banalizaciones desatinadas.
Palabras clave: Lenguaje y exterminio, Memoria y resistencia, Lenguaje y transmisión.
Words and the Shoah: memory as combat
Abstract: Language is not innocent when it comes to extermination, given that words condition the actions of men. In this sense, words completely transcend mere linguistics; they require their own ethics when they become means of combat, destruction or redemption. This is tightly relagted to exterminations like those suffered by the Armenians at the hands of the Turks and the Jews at the hands of the Nazis. These pages seek to relate both events and the modes of their memory without falling into out of place comparisons or banal trivializations.
Keywords: Language and extermination, Words and resistance, Memory ans transmission.
I
Hay palabras que condensan historias sobre las que creemos saberlo todo. Faltarían quizás algunos detalles, pero la evitación académica aconseja abstenernos. Así ocurre con “Shoah”. Así ocurre con el “Genocidio Armenio”. Pero la alucinada cifra así inscripta no deja de pesar como reclamo de debates irresueltos. Que sean irresolubles no los vuelve menos urgentes.
No es con ánimo comparativo que mencionamos en un mismo aliento la Shoah y el genocidio armenio. No queremos alentar lo que Robert Young1 denomina “competencia catastrófica”, el absurdo de supuestos “grados de victimidad”2 que atentan contra un espacio subjetivo ya de por sí amenazado.
Hablamos, en cambio, de una singularidad que no hace par con “comparatividad”, singularidad que empieza por el nombre; que arraiga en que, por el sólo hecho de pronunciarse, hay palabras que cobran valor de resistencia, de afirmación subjetiva, no sólo en lo performativo de un testimonio, sino en lo creativo de un pensamiento.
Del debate en torno a las diversas denominaciones del exterminio de los judíos a manos de los nazis –Holocausto, Shoah, genocidio, exterminio– quiero tomar un término poco frecuente: Jurbn, palabra ídish surgida temprana y espontáneamente durante la aniquilación. Jurbn, con su acumulación de consonantes –tan incómoda para entonación latina–, evoca menos la abstracción que despiertan expresiones como “recordar el Holocausto”, que una multitud de pequeñas historias, palabras pronunciadas, nombres recordados.
Algo así ocurre con la expresión “genocidio armenio”. Inquietante ambigüedad: ¿a quién nombra el crimen: al perpetrador o a la víctima? ¿Por qué no “genocidio turco”, interpelando al asesino?
Podemos decir aksor. Algo dice esa palabra, quizás no lo suficiente: el término –que significaba “exilio” o “deportación” antes de la matanza–, después ya no alcanza para nombrar lo ocurrido3. Podemos decir Chart –la matanza–, pero este término se amplía en otro: djermag chart –“matanza blanca”– que suma a la destrucción la asimilación posterior: nombra la matanza redoblada por una memoria suprimida, una memoria en blanco como vacío donde viene a alojarse una lengua de adopción. Sin ese alojamiento, la matanza en el exilio se traduce como vacío.
Pero la Chart insiste en decirse y navega entre el armenio hablado –ashapar– y el escrito –krapar–; entre el armenio oriental y el occidental; entre el armenio en cualquiera de sus variantes y la lengua diaspórica. No falta un imaginario turco negado: ¡Dininin ugrina ölen ermeni! ¡Los armenios muriendo en razón de su fe!, decía una frase en turco cantada por muchos sobrevivientes. Pero el bilingüismo armenio-turco anterior al Chart se torna intolerable. El armenio occidental de la Diáspora no se habla en la Armenia actual. ¿Cómo hablar, entonces, si la palabra navega entre tantas amenazas? Ahí las palabras no alcanzan. Y ese no alcanzar despliega la memoria como combate, es decir, la resistencia.
En el abismo del Jurbn, resistencia (como palabra y como noción –Vidershtand, amidá) suele reducirse a la rebelión del Ghetto de Varsovia, pero no entendida en su agónica complejidad, sino como paralización de la escena en una heroicidad deshistorizada que suprime toda tarea interpretativa4. Conviene, entonces, retomarla. Lo haremos en clave de lenguas y singularidades.
II
Un dato fundamental de esta resistencia es ¿cuánto se sabía de la Solución Final?
Los judíos de los ghettos debían evaluar no sólo la veracidad de los rumores sobre las matanzas sino, también, su significación y alcance: ¿eran fruto de iniciativas individuales? ¿obedecían a un programa centralizado?; entonces, ¿se repetirían? ¿afectarían a todos o a determinado grupo? A todas estas angustiadas elucubraciones sólo les cabía un término: adivinar, pues nunca podían confirmarse las inferencias hasta que era demasiado tarde.
Fueron pocos, incluso entre los líderes más lúcidos5, quienes comprendieron que les aguardaba el exterminio total. La información sobre matanzas en un pueblo vecino no necesariamente significaba que lo mismo ocurriría en el propio. Ni los informes más fidedignos lograban quebrar esa extraña combinación de denegación y creencia en alguna racionalidad del accionar nazi que les impedía aprehender que a todos les aguardaba la misma destrucción.
Pero esto no supone una ausencia de registro, sino un modo particular del mismo: el registro del acto se produce, pero desviado: la catástrofe ocurre, pero le ocurre a otro. Esto aparece sobre todo en los diarios de la época, donde muchas veces se consignan noticias sobre el exterminio junto a, por ejemplo, planes para después de la guerra. A veces, en forma simultánea; incluso, en un mismo párrafo. Por ejemplo, Gonda Riedlich, en Terezín, escribe en junio del ‘42: Me temo que los transportes no se detendrán en un único lugar en el Este. Y luego agrega: ¿Qué nos pasará cuando volvamos a nuestro país después de la guerra?6. Como vemos, la autora teme lo que ya sabe, aunque lo des-conoce, teme lo que su escritura dice recurriendo a un improbable después.
También podemos ubicar una operación inversa. Así como lo repudiado de la verdad puede registrarse descontándose de sus efectos, también puede ocurrir que, por recurso a lo que le ocurre a otro, se tome nota del propio destino. Esta quizás sea una de las razones de la enorme avidez en los ghettos por una actividad que no todos se avienen a considerar resistencia: la lectura.
Emmanuel Ringelblum, director del más importante archivo de la vida –y la muerte– judías bajo el nazismo informa sobre esa enorme “sed de lectura”. Según él (Ringelblum, 1952), en el ghetto de Varsovia los autores más buscados eran Marx y Lenin. Entre los libros de historia, eran muy requeridos los que relataban las historias de los Macabeos y las de Bar Kokhba7 ; también, El caso del Sargento Grisha, de Zweig y Mademoiselle Fifi de Maupassant. No faltaban Pushkin, Gorki, Maiakowski, Victor Hugo. Entre los adultos, el libro más leído era La guerra y la paz; entre los más jóvenes, Corazón (Shavit, 1997, p. 304). Czerniakow, presidente del Judenrat leía A la sombra de las muchachas en flor y Don Quijote. La intelligentzia se volvió a sus autores favoritos: Zolá, Balzac, Dickens, Proust, Sienkiewicz (Engelking-Boni y Leociak, 2009, p. 548).
Pero hay sobrada prueba de que uno de los libros más leídos en los ghettos8 por esos seres que se resistían a admitir su destino era la historia de otros seres ante un destino semejante: Die vierzig Tage des Musa Dagh–Los cuarenta días del Musa Dagh– de Franz Werfel9.
Esta novela, escrita en alemán por un autor judío en 1933 y traducida al ídish y al hebreo ya en 1934, cuenta la historia de los armenios de ciertos pueblos en la zona de Musa Dagh, en los días de la Primera Guerra Mundial. Su protagonista, Gabriel Bagradian –armenio que ha abandonado sus raíces– vuelve a Turquía y, atrapado por la guerra, debe tomar importantes decisiones. La más preñada de consecuencias será la de organizar la resistencia contra los turcos y su decreto de aniquilación.
Musa Dagh es una historia que no puede escindirse en personal y nacional: Bagradian, intelectual armenio, adinerado, casado con una parisina y alejado hacía mucho de su pueblo da cuerpo a la difícil pregunta sobre la propia condición: “Gabriel era más francés que nunca; armenio, seguramente, pero solo en un sentido: académicamente” (Werfel, 2003, s/p). Finalmente, en la novela, los últimos resistentes son salvados por un barco que los rescata. Sin embargo, Gabriel se queda dormido y, muere, irredento, ante la tumba de su propio hijo.
Musa Dagh fue leída de modos diversos: quizás para los judíos oriental-europeos, se tratara más de cómo morir, porque, aun si la muerte era inevitable, no renunciaban a combatir la muerte nazi (Kaganovitch, 1956). Entre los occidentales –los judíos holandeses, por ejemplo– la historia de Musa Dagh no sólo implicaba una muerte digna, sino una puerta abierta a una posible salvación (Auron, 1999). La victoria también podía ser vivir. En ambos casos, la resistencia corporizaba tanto la noción de muerte y honor nacional como la sobrevivencia en tanto individuos y en tanto nación.
Pero Los cuarenta días... leída sobre todo en ídish, no era sólo una referencia existencial. Llegó incluso a convertirse en un arma: Antek Tzukerman, uno de los comandantes de la rebelión del Ghetto de Varsovia sostenía que ésta no podía entenderse sin leer la historia de Musa Dagh (Dror, 1990; Tzukerman y Harshav, 1993). Haika Grossman, también combatiente, cuenta cómo un único ejemplar de Musa Dagh, cuya lectura promovían los movimientos clandestinos, pasaba de mano en mano. En 1943, en Bialystock, se hablaba de hacer del ghetto nuestro Musa Dagh. Un combatiente cuenta cómo escapó a los bosques para organizar ahí un Musa Dagh. Y Shmerke Kaczerginski, poeta y partisano de Vilna, narra cómo, mientras esperaban, armas en mano, los embates finales de la “liquidación” del ghetto, leía a sus compañeros fragmentos de la novela (Kaczerginski, 1952, pp. 95-99). En 1941, Inka Wasbort, en Sosnowice, escribe sobre Musa Dagh: Me cautivó totalmente. (...) no podía apartar los ojos (...)yo estaba sitiada, yo era un armenio condenado a muerte.
“Yo era un armenio condenado”: encontrar en las palabras de otro la clave de la experiencia propia10. Musa Dagh devino así un nombre judío en armenio y no sólo porque significa “el monte de Moisés”. Es la singularidad de esa historia armenia la que permite a los judíos confinados en el ghetto registrar aquello que la información no alcanzaba a transmitir. En esa lectura, en su poder irradiante, los jóvenes resistentes lograron aprehender su situación. No sé si les hubiera sido lo mismo leer el informe de Lepsius11.
III
Decimos, entonces, singularidad, lo que supone una consideración no especular del otro. No se trata de la propia circunstancia como negación de la de un otro sino, precisamente, la posibilidad de una consideración del otro como nombre de la propia circunstancia.
Esto desplaza la cuestión del binarismo -unicidad/comparabilidad- y nos acerca a la inquietante situación de un crimen singular que requiere un esfuerzo universal para elaborarlo, porque atañe a todos.
Algo que Alejandro Kaufman ubica con un giro digno de Pascal12 : “...desde el siglo XVIII no habíamos tenido una motivación tan decisiva como la del exterminio para apelar a la participación universal en la comprensión de un problema que invoca aquello que no puede ser comprendido pero que requiere un estado de alerta por el resto de los tiempos” (Kaufman, 2005, p. 112).
Pronunciar una palabra judía o a un término armenio no supone un reclamo de victimización particularista; al contrario, apunta a promover ese estado de alerta universal. Que esta meditación en palabras tan diversas venga a modularse aquí en nuestra lengua, no exenta de sus propias cifras de sangre, es una forma de convocar ese estado de alerta.
Al fin y al cabo, hablamos una lengua que ha dotado de nacionalidad a la muerte (muerte argentina se llama en el mundo a la desaparición), una lengua que aún busca las palabras para decir lo que decimos cuando decimos “nosotros” (subrayo las comillas), nosotros que bebemos como si nada las aguas de un cementerio marino –Quién sabe si aún hoy no llegan cabellos por las tuberías–, que no sabemos qué decimos cuando “nos damos máquina” o “estamos fusilados” o que algo es “de terror”.
¿Qué lengua hablamos cuando hablamos así? Mejor dicho, ¿dónde nos ubican las palabras que decimos? Ese dónde es ubicación existencial, al filo de una historia que exige palabras propias; que reclama sus textos, su trama de lecturas y escrituras que produzcan un retorno al mundo de la acción (Arzoumanian, 2010).
Hablamos, entonces, de una condición –como cuando se dice condición de lectura– una condición de resistencia configurada en una trama de textos y palabras, una condición que escapa a la alternativa entre la competencia atroz y el autismo. Una condición que supone la legalidad rigurosamente subjetiva de una lectura que funciona como acto político, una memoria que es combate justamente en su singularidad.
Resistir viene de resistere, que a su vez, viene de existere –salir, nacer, aparecer– que deriva de sistere –colocar, sentar, detener, (man)tenerse–. Modos de la acción: en ellos, por ellos, la lengua labra un nuevo lugar de enunciación, que arranca el pensamiento de la sistematización y lo pone en movimiento. Así, la lengua puede no sólo resistir sino hacer justicia. Es la justicia del nombre, la de la memoria siempre en combate: modos actuales de ese estado de alerta, de esa resistencia.
Referencias
Arzoumanian, A. (2010). El depósito humano. Una geografía de la desaparición. Buenos Aires: Xavier Bóveda Ediciones.
Auron, Yair (1999).The Forty Days of Musa Dagh - Its Impact on Jewish Youth in Palestine and Europe. En R. G. Hovannisian (comp.), Remembrance and denial: the case of the Armenian genocide (pp. 147-164). Michigan: Wayne State University Press.
Dror, Z. (1990). Life with Kushmar, Davar, 8 de junio.
Engelking-Boni, B. y Leociak, J. (2009). The Warsaw Ghetto: A Guide to the Perished City. Londres: Yale University Press.
Garbarini, A. (2006). Numbered days: diaries and the Holocaust. Londres: Yale University Press / Mary Cady Tew Memorial Fund.
Kaganovitch, M. (1956). Di miljome fun di ídishe partizaner in Mizraj Eirope. Buenos Aires: Biker Serie Dos Poilishe Idntum.
Kaczerginski, S. (1952). Ikh bin geven a partizan- Di grine legend. Buenos Aires: Angel Gallardo.
Kaufman, A. (2005). Endlösung y sacrificio, Docta – Revista de Psicoanálisis, (2), Otoño, pp. 111-123.
Ringelblum, E. (1952). Ksovim fun Ghetto – Togbukh fun Varshever Ghetto (1939-1942). Varsovia: Farlag Yiddish Bukh.
Shavit, D. (1997). Hunger for the Printed Word: Books and Libraries in the Jewish Ghettos of Nazi Occupied Ghettos. Jefferson: NC: McFarland & Company, Inc., Publishers.
Tzukerman, A. y Harshav, B. (1993). A Surplus of Memory: Chronicle of the Warsaw Ghetto Uprising. Berkeley: University of California Press.
Werfel, Franz (2003). Los cuarenta días del Musa Dagh. Buenos Aires: Losada.
Notas
Recepción: 08 Noviembre 2020
Aprobación: 16 Noviembre 2020
Publicación: 01 Diciembre 2020