Dosier: "Malvinas, 40 años después:
reflexiones y desafíos en clave de memoria y soberanía"
Ideas para "Escuchar Malvinas"
Resumen: Este artículo explora el cruce de la historia cultural y los estudios sonoros que propone el libro Escuchar Malvinas. Músicas y sonidos de la guerra, compilado por el autor junto con Abel Gilbert en 2022. Desarrolla tres ideas, presentes en ese libro y en otros textos del autor (como el libreto para la ópera Aliados de Sebastian Rivas): i) la guerra de Malvinas como una forma de radioteatro, a partir de los comunicados de la Junta Militar y el Estado Mayor Conjunto; ii) el aporte del concepto de “cultura de guerra” para entender el apoyo popular a la recuperación de las islas por la dictadura; iii) la guerra como culminación de la “épica de Estado” inscripta desde 1813 en el himno nacional, cuya antípoda es la figura del desertor, presente en la narrativa argentina desde 1982.
Palabras clave: Malvinas, Sonido, Música, Cultura de guerra, Épica de Estado.
Ideas to keep listening to Malvinas
Abstract: The article elaborates on the crossroads of cultural history and sound studies, proposed in Escuchar Malvinas. Músicas y sonidos de la guerra, a book edited by Abel Gilbert and the author in 2022. Three ideas are developed, that are present in the book and in the author’s other texts (including the libretto for Sebastian Rivas’s opera Aliados): i) the Malvinas war as a kind of radio drama, on the basis of the communiques issued by the military; ii) the heuristic power of the concept of “war culture” for understanding popular support for the recuperation of the islands by the dictatorship; iii) the war as the culmination of the 1813 national anthem’s “State epics”, opposed to the figure of the deserter in Argentina’s literary fiction since 1982.
Keywords: Malvinas, Falklands, Sound, Music, War culture, State epics.
El libro Escuchar Malvinas. Músicas y sonidos de la guerra, que compilamos con Abel Gilbert, busca pensar la guerra de 1982 a partir de un sentido hasta entonces relegado por los registros visuales y textuales del conflicto (Buch y Gilbert, 2022). Del oído de los soldados, imprescindible para sobrevivir y orientarse en el campo de batalla, al oído de los hombres y mujeres que escuchan por radio en sus casas los comunicados oficiales, el foco en la experiencia auditiva abre caminos insospechados para entender las representaciones puestas en juego en torno a Malvinas, y la dinámica de las emociones que estas produjeron tanto en los combatientes como en los civiles. Los íconos sonoros emanados en 1982 del Estado dictatorial -la voz del general Leopoldo Galtieri en Plaza de Mayo, el jingle “Argentinos a vencer” en la radio y la televisión, la “Marcha de Malvinas” en todos lados- dialogan en la memoria colectiva con algunas canciones transformadas en cápsulas sensoriales de la guerra, como “No bombardeen Buenos Aires” de Charly García, o “Comunicado 166” de Los Violadores (Pujol, 2005; Cisilino y Barrena, 2021).
El libro, publicado en 2022 para los cuarenta años de la guerra, es una expresión de una corriente aún emergente en las ciencias sociales, los estudios sonoros, conocidos internacionalmente como sound studies, y que ya han dado varios estudios sobre otras guerras (Sterne, 2003; Audoin-Rouzeau e.a, 2009; Goodman, 2010; Ochoa Gautier, 2014). A la vez en él los estudios sonoros convergen con la historia cultural, entendida como una modalidad holista y antropológica de la historia social y política del conflicto, cuyos objetos pueden ser tanto las prácticas artísticas entre abril y junio de 1982, como las huellas de la guerra en las décadas posteriores. En particular, los conciertos organizados en 1982 a beneficio del Fondo Patriótico Malvinas Argentinas por artistas de perfiles muy diferentes -incluidos los rockeros que el 16 de mayo participan en el Festival de la Solidaridad Americana- son una excelente puerta de entrada para estudiar la adhesión popular a la recuperación de las islas, una actitud vuelta aún más unánime y ruidosa por contraste con el silencio impuesto por la dictadura a toda posición crítica o simplemente neutra.
La escucha también ayuda a entender algunas de las contradicciones en las que el conflicto con Gran Bretaña precipitó a los argentinos, como su amor juvenil por cierta música inglesa rebelde, de The Beatles a The Clash, que sucedía y acaso refutaba a la anglofilia tradicional de la oligarquía, basada en intereses económicos y aspiraciones clasistas, pero que el nacionalismo histerizado por el militarismo tuvo tendencia a reunir en un mismo odio hacia todo lo que sonara en inglés. Eso recuerda que las actitudes de los artistas y sus públicos durante la guerra cobran toda su relevancia cuando se amplía el foco más allá de los dos meses y medio del conflicto, y más allá del conflicto mismo. De allí el interés, en el libro, no solo por las repercusiones de la guerra en el ámbito musical, sino también por algunos hechos que marcaron aquellos primeros meses de 1982, como el regreso de Mercedes Sosa en febrero, signo esperanzado de la desintegración del aparato de censura, o el éxito de “Puerto Pollensa” de Sandra Mihanovich, indicio de una sensibilidad queer surgiendo en plena guerra frente al virilismo marcial dominante.
De Escuchar Malvinas, sin embargo, no se trata de hacer aquí un resumen o un comentario. Esa tarea crítica hay que dejarla a sus lectores. Baste mencionar a todos aquellos que, junto con los compiladores, contribuyeron a ese trabajo colectivo: Norberto Cambiasso, Mariano del Mazo, Julián Delgado, Ricardo Dubatti, Camila Juárez, Mercedes Liska, Martín Liut y Sergio Pujol, y el editor Leandro Donozo, de Gourmet Musical. En cambio, este espacio me permite continuar elaborando algunas ideas, que no necesariamente son compartidas por todos los autores del libro, y que acaso sean de interés para otros investigadores, o para la discusión sobre Malvinas en general. Esas ideas aquí propuestas para seguir escuchando Malvinas son i) la guerra como radioteatro, ii) la cultura de guerra, y iii) la épica de Estado.
La guerra como radioteatro
La introducción de Escuchar Malvinas comienza diciendo que “la guerra de Malvinas les llegó a los argentinos por los oídos”, con la difusión por cadena nacional en la madrugada del 2 de abril 1982 del Comunicado n°1 que anunciaba el desembarco en las islas. Ese primer comunicado, y los 167 que le siguieron hasta el 19 de junio, desarrollaron día tras día, y por momentos varias veces al día, un relato pormenorizado de los acontecimientos en el Teatro de Operaciones del Atlántico del Sur, según la denominación que le diera el gobierno militar a la zona del conflicto. El tono neutro de unos locutores uniformemente masculinos, la duración estándar de unos dos minutos, la sobriedad técnica del vocabulario militar (incluso al hablar de las “bajas”), así como la sincronización de las radios a nivel nacional y la ausencia de imágenes en su transmisión por televisión, salvo una foto fija del escudo nacional, sugieren una voluntad oficial de evitar lo sensacional, y de subrayar el profesionalismo y la seriedad del accionar de las Fuerzas Armadas.
Por cierto, ese vocabulario no era original. En De la guerra (1832), Clausewitz utiliza constantemente la noción de “teatro de guerra” (Kriegstheater), y explica que debe ser comprendida como “una pequeña totalidad" al interior de un “espacio de guerra” (Kriegsraum) (Clausewitz, 1991, II-2-1). Prolongando su empleo por los ejércitos europeos en el siglo XIX y durante ambas guerras mundiales, el manual del Ejército argentino vigente en 1982 define al teatro de guerra como “una zona del globo terrestre más o menos amplia, que comprenda espacios terrestres, marítimos y aéreos, que estén o puedan estar implicados directamente en operaciones de guerra”, distinguiéndolo del “teatro de operaciones” que, no sin redundancia, describe como “aquel territorio, tanto propio como enemigo, necesario para el desarrollo de operaciones militares en el nivel estratégico operacional” (Ejército Argentino, 1983, pp. 166-167). Así fuera como pleonasmo, la metáfora teatral permitía insistir en el carácter técnico de las operaciones en cuestión, y también justificar, mediante la insistencia en su autonomía, la imposibilidad de acceder directamente a las imágenes y sonidos de lo que allí sucedía.
En principio, la sobriedad de los comunicados sugería la voluntad del gobierno militar de evitar hacer de la guerra un espectáculo. Claro que el uso mismo de la palabra “teatro” iba en sentido contrario, poniendo de hecho a los oyentes en la posición de espectadores. El minimalismo expresivo de esa voz oficial, que dejaba a periodistas oficialistas como José Gómez Fuentes del canal ATC la tarea de encarnar la figura del portavoz emocionado, era coherente no solo con la retórica militar tradicional, sino también con la reivindicación de apoliticidad del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional. Los comunicados, en particular, traían el eco de una larga historia de proclamas golpistas, como aquella que el 24 de marzo de 1976 anunciara el golpe de Estado diciendo que “el país se encuentra bajo el control operacional de la Junta de Comandantes Generales de las Fuerzas Armadas”.
Así, la secuencia formada en la radio por los comunicados por un lado, y los comentarios periodísticos y el resto de la programación por el otro, llevaba a oídos de los argentinos la voz misma del Estado militar, como actor social instalado en el centro de un teatro de guerra que, en la exacta medida en que se llamaba a toda la nación a estar “implicada directamente”, se extendía potencialmente a todo el país. Ese era un teatro sonoro que podemos llamar acusmático, en referencia al término pitagórico reutilizado en relación con la música concreta, para designar una música cuyas fuentes son invisibles (Bayle, 1993). Y aun si a primera vista todo eso estaba muy alejado del sentimentalismo de los radioteatros comerciales -–un género que había tenido su apogeo en los años 1940, para espanto de algunos intelectuales ante “la eterna llorona o el sempiterno payaso” (Máscara n°7 (1941), 20, cit. in Misevich, 2020, p. 124)-, el monocorde folletín por entregas de los militares era también una forma de radioteatro, o de teatro radiofónico.
El mejor indicio de que cada comunicado no buscaba tan solo transmitir informaciones, sino también influenciar el estado emocional de quienes lo escuchaban, es la música que suena al comienzo y al final de cada uno de ellos, una dramaturgia invariable que hace surgir la calma voz del locutor de la estridencia de una marcha militar. Como en otros radioteatros, eso permitía a cada oyente identificar el “programa” por su cortina musical, y “visualizar” en su imaginación la fuente del sonido (Smith, 2022, p. 10) - en este caso una banda militar, ese organismo cuya función habitual era hacer de la vida militar un fenómeno estético, y así contribuir a “estetizar la política” -según la famosa expresión de Walter Benjamin (1983) sobre el fascismo- a cada irrupción de los militares en el espacio público. En los primeros comunicados de la Junta Militar, esa música es la “Marcha de Malvinas”, de José Tieri y Carlos Obligado, compuesta en 1940 en pleno conflicto mundial. A partir de mayo y los primeros enfrentamientos con las fuerzas británicas, esa marcha cantada y optimista es reemplazada por una marcha instrumental adusta e imperiosa, que anuncia y desanuncia unos comunicados leídos en nombre del Estado Mayor Conjunto. Ese radioteatro musical dura hasta el final de la guerra, incluido el Comunicado n°166 del 16 de junio de 1982 que, al requerir por única vez más de nueve minutos para la laboriosa justificación de la derrota, hace estallar el dispositivo acusmático de la comunicación militar.
La cultura de guerra
En Escuchar Malvinas proponemos pensar las actitudes de los argentinos ante la guerra de 1982 mediante el concepto de “cultura de guerra”, desarrollado en los años 1990 para explicar el consentimiento de los franceses al esfuerzo bélico de la Primera Guerra mundial (Audoin-Rouzeau y Becker, 1994; Offenstadt e.a., 2004; Purseigle, 2020). Ese concepto, que designa las representaciones de un conflicto en una perspectiva de historia cultural, ya ha sido aplicado al caso argentino por Federico Lorenz (2015) y Andrea Belén Rodríguez (2017) para analizar la experiencia de los excombatientes, sin relación con las prácticas culturales o artísticas. En el capítulo del libro coescrito con Camila Juárez buscamos en cambio estudiar la cultura de guerra de los civiles, caracterizada por el vasto apoyo popular a la acción de la dictadura en las islas. Allí reconstituimos la serie de conciertos organizados a beneficio del Fondo Patriótico Malvinas Argentinas por músicos de diversos géneros – de la música clásica a la cumbia, pasando por el rock, el tango y el folklore-, y siguiendo lógicas institucionales también variadas -del acto oficial en el Teatro Colón a pequeñas iniciativas a nivel municipal o barrial, pasando por eventos multitudinarios en el Luna Park o el predio de Obras Sanitarias. Subrayamos el rol estratégico de los eventos musicales para darle a la gente en todo el país un marco de acción colectiva que le permita no solo expresar su patriotismo, sino también ayudar materialmente a las Fuerzas Armadas a “solventar el esfuerzo que demanda el ansiado cometido” de recuperación de las islas, según el texto del decreto 753/82 de creación del Fondo.
Tratemos de ir un poco más lejos. Al teorizar la cultura de guerra, Stéphane Audoin-Rouzeau y Annette Becker (1997) distinguen cuatro elementos: el consentimiento, la brutalización, la totalización, y la escatología. La insistencia en el consentimiento relativiza el rol coercitivo del Estado en la movilización de la gente, poniendo en relieve más bien la participación voluntaria al esfuerzo de guerra; la brutalización -un concepto forjado por el historiador George Mosse (1990)- designa la aceptación de niveles crecientes de violencia verbal y física, dirigida en principio contra el enemigo, pero también aceptada por la población como parte de la vida cotidiana; la totalización se refiere a cómo la guerra organiza el conjunto de la vida social, suprimiendo la autonomía discursiva de muchas prácticas especializadas; la escatología, por último, subraya la reorganización de la temporalidad de la nación con vistas al final feliz de su historia.
Cada uno de esos elementos es pertinente en el caso argentino, aun si por supuesto este es muy diferente de la situación francesa de 1914. La perspectiva escatológica aparece en la idea de que la recuperación de las Islas Malvinas viene a completar la nación argentina no solo desde el punto de vista territorial sino también desde el punto de vista simbólico, según la retórica de la “hermanita perdida” entonada entre otros por Atahualpa Yupanqui, en una canción compuesta con Ariel Ramírez en 1971, y muy escuchada en 1982. La guerra contra el imperialismo británico, ya inscripta en el relato escolar con las Invasiones Inglesas y la ocupación de las Malvinas en 1833, alienta el deseo de cerrar, el día en que las “islas irredentas” sean por fin redimidas, una herida abierta que resume los desencuentros y las frustraciones de toda la historia nacional (Guber, 2001). La totalización, manifiesta en la suspensión de muchas actividades ordinarias y en la convicción de que la guerra pone en juego a toda la nación, supone una brutalización que, a diferencia del caso francés, no depende de la duración del conflicto, incomparablemente más corto, sino de la violencia acumulada en la sociedad desde la toma del poder por las Fuerzas Armadas. El consentimiento ilustra no solo la escasa resistencia a las órdenes por parte de los hombres llamados a combatir, sino también el entusiasmo manifestado por los individuos y por entidades intermedias de todo tipo, partidos políticos, sindicatos, organizaciones patronales, asociaciones, clubes, incluso grupos de amigos.
La cultura de guerra en la Argentina se caracteriza sobre todo por el hecho de constituirse durante una dictadura, la misma que ya desde 1976 había intentado, con éxito relativo, instaurar la percepción de un estado de guerra, la “guerra contra la subversión” (Franco, 2012). Por eso León Rozitchner (1985) insistía en la continuidad entre la “guerra sucia” y la “guerra limpia”. Sin embargo, el enfrentamiento con Gran Bretaña introduce en la historia argentina la extraordinaria novedad de una guerra moderna contra un enemigo exterior. Y eso, que cuadra con la antigua definición romana de la dictadura como delegación temporaria de la suma del poder público a un individuo, implica una forma original de legitimación en la larga historia de las dictaduras argentinas. El 2 de abril de 1982, el gobierno militar aparece de pronto como el depositario y ejecutor de la voluntad popular, acercándose así, siquiera de modo parcial y fugaz, a un modelo fascista o totalitario. De hecho, durante la guerra parecen coincidir en su diagnóstico, oponiéndose radicalmente en cuanto a su significación, Santiago Kovadloff extasiándose en Clarín de que “por primera vez en muchos años las Fuerzas Armadas han podido sentirse voceras de la voluntad popular” (cit en Lorenz, 2012, p. 69), y Néstor Perlongher (1997, p. 178) criticando desde su exilio en Brasil el “patriotismo fascista de las Fuerzas Armadas”.
Eso deja abierta una pregunta sobre la verdadera naturaleza del apoyo popular a la guerra. Como se ha dicho, este se caracterizó por su transversalidad frente a las pertenencias de clase social, de posición política, de edad, de geografía o de gustos estéticos. Es una realidad del consentimiento que la dictadura buscó poner en escena como un “nosotros” argentino unánime y homogéneo, enfrentado a un “ellos” británico igualmente persistente en su ser de 1806 a 1982. Sin embargo, Federico Lorenz (2012, p. 51) ha señalado algunas de las contradicciones en las que la guerra sumió a los argentinos, citando por ejemplo el testimonio de una chica de dieciséis años que, al ver pasar trenes militares en una ciudad del sur de la provincia de Buenos Aires, “con una amiga solíamos decirles a los soldados que desertaran”, pero que “a pesar de nuestro rechazo hacíamos esa tarea que creíamos humanitaria [darles chocolate y torta] y escribíamos cartas”.
Queda por hacerse un estudio detallado de los innumerables y variados actos de apoyo a lo largo y ancho del país, basado en un trabajo de archivo sistemático y diversificado. Ese análisis probablemente mostraría diferencias entre la actitud de los hombres y la de las mujeres, entre los niños, los jóvenes y los de mayor edad, entre distintas orientaciones sexuales, entre lo que se vivió en Buenos Aires y en otros puntos del país -en particular en la Patagonia, cerca del Teatro de Operaciones-, entre quienes asumieron un discurso nacionalista por motivos ideológicos, y quienes tan solo reprodujeron el discurso patriótico escolar. Ese trabajo introduciría sin duda grados y matices en el comportamiento de la gente común, alejándose del mito de una nación cantando la Marcha de Malvinas al unísono y en primera persona del plural, “tras su manto de neblina / no las hemos de olvidar”. También debería -y esa es la parte más difícil- exhumar las voces de muchos argentinos y argentinas que no adhirieron a la guerra de ninguna manera, pero que por temor u otros motivos renunciaron a expresar su rechazo de modo público, para refugiarse en discusiones en su círculo familiar o amistoso, o simplemente en el silencio.
La épica de Estado
En el libro O juremos con gloria morir, publicado en 1994 con el subtítulo Historia de una épica de Estado, dedico varias páginas a los usos del himno nacional durante la guerra de Malvinas, relevando su canto frecuente en las plazas y en las escuelas (Buch, 2013, pp. 195-201). El 10 de abril en Plaza de Mayo, la gente lo entona cinco veces; las cuatro primeras se difunde la grabación por altoparlantes, y la última lo propone el general Galtieri. También se lo canta el 11 de mayo durante la fugaz y simbólica “ocupación” del Banco de Londres por un grupo de jóvenes militantes radicales. Y desde ya, el himno suena en todos los conciertos para el Fondo Patriótico, por iniciativa de los músicos o como impuesto homenaje a “nuestros heroicos reconquistadores”, según un funcionario de la dictadura (Crónica, 18 de mayo 1982). Es un objeto sonoro cuya sola presencia en las bocas y los oídos del público de esos conciertos muestra cómo la experiencia estética habitual se halla modificada por la guerra, aportando lo que un crítico musical llama “una nota de emoción en todos los corazones” (Clarín, 20 de mayo 1982).
El himno siempre había sonado en los actos oficiales y las movilizaciones militantes. Pero en 1982 la promesa ritual “coronados con gloria vivamos / o juremos con gloria morir” se enuncia en un contexto en donde por primera vez decenas de miles de ciudadanos argentinos varones -los de las clases 1962 y 1963- se hallan potencialmente obligados a morir “con gloria”, es decir bajo bandera. Sumando a los conscriptos muertos en Malvinas los que se mataron después, la guerra de Malvinas aparece como la culminación trágica de la épica de Estado, ese dispositivo simbólico que la Asamblea del año XIII había instaurado al encargar el himno a Vicente López y Blas Parera, y que en 1901 la ley Riccheri de servicio militar obligatorio había erigido en pacto fundador del Ejército Argentino moderno.
En 1813, la movilización para enfrentar por las armas al poder colonial español es indispensable para asegurar la existencia misma del nuevo Estado-nación argentino. “La revolución necesita hombres, les propone convertirse en héroes. El coro del himno plantea ese pasaje del hombre al héroe” (Buch, 2013, p. 23). La recompensa en gloria incluye una verdadera metamorfosis, que asocia al patriota combatiente a una figura exaltada de la masculinidad: “De los nuevos campeones los rostros / Marte mismo parece animar / la grandeza se anida en sus pechos / a su marcha todo hacen temblar”, escribe López. En la segunda mitad del siglo XX, sin embargo, la crueldad e ineficacia de la conscripción se convertirá poco a poco en una opinión común, casi un precepto de sabiduría popular, que irrumpe en los debates públicos tras la derrota de Malvinas y la vuelta de la democracia, hasta culminar con su supresión sin gloria en 1994 (Garaño, 2011; Soprano, 2016).
Por eso la voluntad de lucha de muchos conscriptos de 1982 requiere una explicación que justamente puede proporcionar la cultura de guerra, traducida en el vocabulario épico de los “héroes” y la “gesta” de Malvinas. A un periodista de la revista Gente que poco después del 2 de abril en las islas lo interroga sobre la posibilidad de morir, un conscripto responde, como un eco del himno: “Yo lo sé, señor, yo lo sé. Pero acá vinimos a ganar o morir, y eso lo sabemos todos” (Lorenz, 2012, p. 80). Cierto es que no fueron pocos los jóvenes que intentaron sustraerse al riesgo de morir en las islas aprovechando de distintos modos su perfil social o sus relaciones familiares. Por otra parte, el comportamiento obediente de la mayoría se debió sin duda a la cohesión jerárquica de las Fuerzas Armadas, sumada a la conciencia de la violencia de los militares contra cualquier joven al que consideraran rebelde, y sobre todo, a la dificultad material de escaparse del Teatro de Operaciones.
“Sedentarios en un desierto del que no se deserta”, decía en 1983 de los conscriptos enviados a Malvinas el escritor Néstor Perlongher (1997, p. 181). Pero la figura del desertor, ausente en la realidad, insiste una y otra vez en la ficción. En eso el texto fundador es Los pichiciegos de Fogwill, novela escrita en 1982, a la que seguirá entre otras El desertor de Marcelo Eckhardt en 1993 (Vitullo, 2006; Martínez, 2021). Y en esa línea se sitúa mi propia contribución a la ficción sobre Malvinas, el libreto de la ópera Aliados (2013) de Sebastian Rivas, inspirado por el encuentro de Margaret Thatcher y Augusto Pinochet en Londres en 1999. Entre los personajes de la ópera se cuenta un conscripto imaginario muerto en el hundimiento del Crucero General Belgrano, una suerte de espectro, que cierra la obra fantaseando con una imposible deserción:
Milicos asesinos todos. Piratas asesinos todos. Generales asesinos todos. Y yo, yo, yo colimba en el teatro de operaciones para nada. Teatro de la nada. Yo me tomo el buque. Me desierto todo. El mar me tomo. El raje me tomo. Y al carajo con ellos. No. Al recarajo. Dónde está el cuerpo del colimba. Desaparecido su cuerpo de este lugar (Buch, 2020, p. 60).
En respuesta a los reproches sobre la “desmalvinización”, en los últimos años ha ganado consenso y apoyo oficial la idea de que los excombatientes de Malvinas deben todos ser llamados “nuestros héroes”, independientemente de su grado y de su actuación, o de si están vivos o muertos (Guber, 2009; Lorenz, 2015; Cisilino, 2018; Chao, 2021). A nivel colectivo, el reconocimiento de esos hombres como actores de un relato épico es coherente con la manera en que el Estado argentino ha concebido las tumbas de la gloria desde su creación, reciclando la estética neoclásica aprendida en las universidades de la Colonia por sus líderes de 1813. Para quienes pelearon, es probable que la épica de Estado haya sido un recurso psicológico eficaz frente a la tentación del suicidio, que aún así ya ha cobrado más vidas de exconscriptos que las armas británicas. A la vez, no ha desaparecido de la memoria colectiva el día de Semana Santa de 1987 en que el presidente Raúl Alfonsín llamó “héroes de la guerra de las Malvinas” a los militares amotinados contra los juicios por violaciones de los derechos humanos. Es penoso, por ejemplo, escuchar hoy las “Décimas para un valiente” compuestas durante la guerra por Argentino Luna en honor del capitán Pedro Giachino, muerto en las islas el 2 de abril de 1982, y torturador activo en la Base Naval de Mar del Plata en los años previos.
Ese oficial genocida no es representativo de todos los excombatientes, ni mucho menos de los conscriptos. Pero surge la pregunta de si la noción de heroísmo, producto de la cultura clásica de las élites de hace más de dos siglos, no halla su límite como valor cívico y moral en su identificación histórica con el heroísmo militar, corrompido desde adentro por el terrorismo de Estado, y asociado a una guerra perdida como resultado de una apuesta corporativa por la violencia. Hoy la conscripción no existe más, pero la Constitución de 1853, revisada en 1994, aún dice que “todo ciudadano argentino está obligado a armarse en defensa de la patria y de esta Constitución” (art. 21). Por eso el debate sobre los héroes siempre es difícil. Pero es necesario discutir un modelo narrativo de la identidad nacional cuya expresión musical y literaria por cierto excede al himno nacional, y que tiende a hacer de todo el territorio nacional, de nuevo incompleto en espera de “la hermanita perdida”, el teatro de operaciones de una confrontación militar soñada o ideal, y por supuesto llena de sonidos.
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Recepción: 17 abril 2022
Aprobación: 09 mayo 2022
Publicación: 01 junio 2022